Ningún cristiano espera que llegue un día en que se encuentre apartado de Dios.
No nos proponemos amar más otras cosas, ni servir a dioses falsos ni ceder ante la tentación. Pero para gran sorpresa de muchos de nosotros, nos hemos encontrado con que llevamos años siguiendo a Cristo con una compañera alarmante:
La Apatía.
Desafortunadamente,
en la vida cristiana no existe un momento en que adquiramos tal inmunidad a cierto tipo de pecado.
La pasión por Jesús que alguna vez fue tan fresca, puede secarse y permitir que ahora en su lugar, retoñen los deseos del mundo.
Por ejemplo, el tratar de mantener cierto estatus puede usurpar el deseo de mantenernos en comunión con el Espíritu. Esto no debe sorprendernos. La Biblia resalta las fallas de nuestros héroes a la par de sus victorias veamos:
Un David devoto… en cama con Betsabé...
Noé el justo…emborrachándose...
El sabio Salomón …en promiscuidad...
El orgulloso Pedro… en su negación.
Cada uno de nosotros estamos apenas a pocas concesiones de distancia de abandonar el amor que teníamos al principio, y abrazar búsquedas pecaminosas.
¿Cómo sucede esto?
Sucede cuando la gracia salvadora de Dios ya no es el tesoro más preciado, sino que ahora es apenas una moneda de un centavo tirada en el piso. Cuando la mención del Evangelio nos provoca un “sí, lo sé” en lugar de, “¿Cómo puede ser esto?” En el momento en que nuestra salvación se vuelve algo ordinario, abrimos la puerta para que algo más cautive nuestro corazón.
Apatía hacia Dios es una posición de riesgo.
Se tarta de crear conciencia del Pecado!
¿Hay algún antídoto para la apatía?
Jesús estaba rodeado de judíos apáticos. Los líderes religiosos confiados en sí mismos no tenían necesidad de un salvador (¿Quién necesita salvación cuando se es tan bueno siguiendo las reglas?) De manera que su menosprecio estaba en agudo contraste con los pecadores necesitados que vieron en Jesús una esperanza increíble.
Ante tal momento de contrastes, Jesús les cuenta esta historia:
Cierto prestamista tenía dos deudores; uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta; y no teniendo ellos con qué pagar, perdonó generosamente a los dos. ¿Cuál de ellos, entonces, le amará más? Simón respondió, y dijo: Supongo que aquel a quien le perdonó más. Y Jesús le dijo: Has juzgado correctamente. Y volviéndose hacia la mujer, le dijo a Simón: ¿Ves esta mujer? Yo entré a tu casa y no me diste agua para los pies, pero ella ha regado mis pies con sus lágrimas y los ha secado con sus cabellos. No me diste beso, pero ella, desde que entré, no ha cesado de besar mis pies. No ungiste mi cabeza con aceite, pero ella ungió mis pies con perfume. Por lo cual te digo que sus pecados, que son muchos, han sido perdonados, porque amó mucho; pero a quien poco se le perdona, poco ama.
Lucas 7:41-47
Jesús diagnostica la brecha entre la apatía y la alabanza como un asunto de conciencia de pecado (porque no hay ninguno a quien verdaderamente se le perdone solo un poco). Una conciencia mayor de los pecados perdonados lleva a un amor mayor por el Perdonador. El antídoto para la apatía es una comprensión aguda de cuán grandemente hemos sido perdonados. No somos la chiquilla que merece un manotazo, sino la criminal que merece ir al patíbulo.
No estoy recomendando que enumeremos nuestros pecados, sino más bien que nos esforcemos por ver con claridad la naturaleza vil de nuestro pecado. Si miramos a nuestro malvado corazón y nos encogemos de hombros, el perdón que Dios ofrece no parecerá tan impresionante. Si nuestro pecado es meramente molesto, el conocer a Dios se convierte en un premio de consolación, no el premio mayor. Mientras el pecado es minimizado, la apatía puede continuar.
Necesitamos Ser Despertados!
Pero minimizar el pecado es lo que nuestro mundo hace mejor.
Vivir centrados en nosotros mismos es el estándar en cada corazón humano, por lo cual fácilmente somos convencidos de que un poco de egoísmo es normal. Necesitamos ser despertados. Pero, irónicamente, el comprender la vileza de nuestro pecado no sucede al enfocarnos más en el pecado. La sola presencia de Dios es suficientemente fuerte para despertar nuestro espíritu y acabar el sinfín de excusas que usamos para justificar el pecado.
Isaías experimenta este momento de claridad cuando ve al Señor sentando en Su trono alto y sublime (Is. 6). Habiendo visto a Dios en Su majestuosa gloria se suscita una aflicción inmediata. “¡Ay de mí! Porque perdido estoy. Pues soy hombre de labios inmundos.” (v. 5)
Isaías no es el único que respondió a Dios de esta manera. Otros dos hombres,
Daniel y Josías; los chicos buenos de la historia, no estaban pecando voluntariamente o evitando hacer lo bueno que les tocaba hacer. De hecho, ellos eran, en sus tiempos, algunos de los pocos que estaban buscando a Dios activamente. Sin embargo, en ambos casos, cuando Dios se reveló delante de ellos, les vemos arrepintiéndose, no de los pecados de otros sino de los propios. Encontramos a estos hombres piadosos llorando con profundo quebrantamiento por el mal que vieron en sus propios corazones.
Una vista clara de Dios revela el verdadero horror de lo que a diario justificamos:
Nos amamos a nosotros mismos más que a cualquier otra cosa.
La denuncia de nuestra miseria siempre es dolorosa. Confirma nuestra incapacidad para vencer al enemigo que es el amor por nosotras mismas que mora en nuestro interior. Pero esta desesperanza es para alegrarnos, porque a través de ella vemos la verdad: Se nos ha perdonado mucho.
Ante cada nuevo entendimiento de la depravación del pecado, las palabras de Jesús son aún más dulces, como si nos dijera:
Bienaventurados los pobres en espíritu. Bienaventurados aquellos que lamentan su pecado. Bienaventurados que se abstienen de pecar y están desesperadamente hambrientos y sedientos de justicia. Serán consolados; serán satisfechos; ¡me verán, y mi reino es para ustedes!
(Mateo 5:2-11)
La apatía no puede existir donde el pecado es mortificado.
Amigos, nuestros pecados perdonados son verdaderamente atroces; se nos ha perdonado mucho. ¡Pero se nos ha concedido el privilegio inmerecido de conocer al Dios viviente! Sí, el conocerlo expondrá nuestra horrorosa naturaleza pecaminosa, pero también exhibirá Su maravillosa gracia.
Ven, persistamos en conocer al Señor. Se nos ha perdonado mucho; ¡quiera el Señor enseñarnos a que también Le amemos mucho!
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