Lucas 10:38-42
Aconteció que yendo de camino, entró en una aldea; y una mujer llamada Marta le recibió en su casa. Esta tenía una hermana que se llamaba María, la cual, sentándose a los pies de Jesús, oía su palabra. Pero Marta se preocupaba con muchos quehaceres, y acercándose, dijo: Señor, ¿no te da cuidado que mi hermana me deje servir sola? Dile, pues, que me ayude. Respondiendo Jesús, le dijo: Marta, Marta, afanada y turbada estás con muchas cosas. Pero sólo una cosa es necesaria; y María ha escogido la buena parte, la cual no le será quitada.
En nuestra serie sobre Mujeres del Nuevo Testamento, hablamos hoy sobre una mujer conocidísima por la mayor parte de nosotras: Marta, la hermana de Lázaro y María, una familia muy cercana a Jesús.
Juan 11:5, 32-36
Y amaba Jesús a Marta, a su hermana y a Lázaro.
Jesús entonces, al verla llorando, y a los judíos que la acompañaban, también llorando, se estremeció en espíritu y se conmovió,
y dijo: ¿Dónde le pusisteis? Le dijeron: Señor, ven y ve.
Jesús lloró.
Dijeron entonces los judíos: Mirad cómo le amaba.
Marta vivía en Betania, una aldea en la falda oriental del Monte de los Olivos, a unos dos kilómetros y medio al este de Jerusalén, en el camino a Jericó.
Marta era una mujer generosa que siempre abría su hogar a Jesús y a cualquiera que viniera con Él ofreciendo hospitalidad con abundancia en todo momento. No se menciona a su esposo ni a su padre. Que tuviera capacidad para hospedar a tantas personas nos hace pensar que pertenecía a una familia adinerada. También nos ayuda a pensar eso el recuento del perfume con el que su hermana María ungió a Jesús (Mateo 26:8-9, 11; Juan 11:2).
No sabemos tampoco su edad, ni si era una mujer soltera o viuda, pero sí que se hacía cargo de sus hermanos, se ve que era la hermana mayor.
La llegada de Jesús fue, probablemente, inesperada. Al verle llegar con los discípulos, Marta comenzó a ir de aquí para allá preparando comida para alimentar a los hombres y mostrarles la hospitalidad que la ocasión merecía ¡El Maestro estaba en casa! Había que darle lo mejor, así que nuestra Marta se ocupó en cocinar para el regimiento que acababa de entrar por su puerta.
El problema de Marta fue que “se preocupaba con muchos quehaceres”. Se ocupó demasiado en lo que tenía que hacer olvidándose de para quién lo estaba haciendo.
Se ocupó en la tarea de servir en lugar de en ser una sierva.
¿Había que hacer comida y atender a todos? Sí, Marta estaba cumpliendo con su responsabilidad como anfitriona. Pero que la Escritura nos diga que “se preocupaba con muchos quehaceres” me hace pensar que se le fue un poco la mano con sus preparaciones y que se lio demasiado en la cocina.
Y, por si fuera poco, no solo se complicó demasiado, sino que permitió que la amargura tuviera cabida en su corazón. Llegó un momento en el que su mente ya no estaba concentrada en servir a Jesús y a los hombres que habían llegado con Él, sino en el hecho de que su hermana María no la estaba ayudando, sino que estaba a los pies de Jesús.
¡Cuántas veces nos turbamos como Marta porque nos ponemos a ver lo que otros hacen o no hacen! Nos olvidamos de que cada una de nosotras deberá dar cuentas de manera individual por lo que hacemos… no por lo que hacen los demás.
Es muy fácil perder el gozo y la motivación correcta a la hora de servir cuando, en lugar de concentrarnos en hacer lo nuestro con excelencia, nos ponemos a analizar las obras de otros.
Y eso fue, precisamente, lo que le sucedió a Marta aquí. Dejó que la amargura contra su hermana por estar sentada a los pies de Jesús mientras ella estaba en la cocina saliera por su boca al preguntar al Maestro: “¿no te da cuidado que mi hermana me deje servir sola? Dile, pues, que me ayude”.
Con ese comentario perdió la bendición. Hizo a un lado el gozo de servir y puso por delante su inconformidad con lo que su hermana estaba haciendo.
Jesús, como sabemos, la reprendió con dulzura, haciéndole ver que estaba “afanada y turbada” y recordándole que el lugar en el que debía estar era a Sus pies.
Cuando imagino esa escena pienso en Marta. Imagino el rubor subiendo a sus mejillas, la punzada en el estómago cuando te hacen ver que estás obrando mal. Imagino también, conociendo a esta amada mujer, que reconoció su error, terminó sus preparaciones con rapidez y se sentó junto a su hermana a disfrutar de la presencia de Jesús.
La historia de Marta nos ayuda a recordar que el servicio y la ocupación son cosas distintas. Ocuparse en miles de cosas, hacer de todo, comprometerse aquí y allí no nos hace más “siervas”, tan solo hace que vivamos agobiadas con todo y que nos perdamos la razón última de nuestro servicio: Jesús.
Recordemos que debemos servir, pero no llenar nuestra agenda de meras cosas por hacer; sacrificarnos, pero no relegar nuestro tiempo de devoción con el Señor.
Que tus ganas de servir a Dios no se conviertan en ansiedad. Que la ocupación no quite tus ojos de Cristo. Que lo mucho o poco que hagas sea con la motivación correcta.
Cuando nos llenamos con la ansiedad de Marta, estamos reconociendo que no sabemos establecer prioridades de manera apropiada ni vivir en equilibrio.
Que el ejemplo de esta mujer devota nos ayude a separar lo “urgente” de lo “importante” y que podamos tener ese corazón dispuesto al servicio en completa armonía con un corazón rendido a nuestro Señor.
Pas. Cristian E. Pérez
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