1 Juan 1:8-10; 2:1
Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a él mentiroso, y su palabra no está en nosotros.
Tal vez hayas visto en alguna ocasión a esos vagabundos que duermen en la calle, visten harapos, comen desperdicios, llevan cantidades de maletas y bolsas y andan escoltados por varios perros.
Y seguramente te has fijado en el aspecto de su cabellera, la cual ha adquirido la apariencia de una enorme esponja en la que es difícil distinguir los miles de hilos capilares individualmente.
¿Crees que un peine o un cepillo puedan penetrar allí y desenredar la madeja? Imposible,
¿verdad? Estas personas requieren un rapado total de cabeza, junto una buena dosis de compasión,
Un baño y una deliciosa comida caliente.
¿Y sabes cómo el cabello de estas personas indigentes adquirió esa condición?
Con muchos días de no peinarse, no lavarse, acumular sudor, grasa y mugre.
Y cualquiera de nosotros pudiéramos tener el cabello igual, porque también sudamos, secretamos grasa, lo ensuciamos y lo enredamos. La diferencia es que nosotros lo lavamos, lo peinamos y lo cortamos periódicamente.
Y así también sucede en nuestro espíritu. Si no nos limpiamos de iras, rencores, pensamientos indecorosos, malicias, chismes, rumores, mentiras, envidias, celos y otros agentes contaminantes, en poco tiempo nuestra vida será interiormente como la cabellera de esos vagabundos, o como una oscura, húmeda y maloliente cueva llena de telarañas, murciélagos y serpientes.
Es difícil que un ser humano se conserve impecable, puro 100%. Eso no sucede ni en lo físico ni en lo espiritual, pues en la parte material, aunque evites a toda costa revolcarte en el lodo o tocar algo sucio, de todas maneras algunas partículas microscópicas de polvo que flotan en el aire te van a alcanzar y se van a unir a tu grasa y sudor corporal.
Y en lo espiritual, por mucho que te cuides de no contaminarte, algunas pequeñas partículas infecciosas se te pueden adherir y tratar de dañarte. Por eso hay que seguir dos consejos que Juan le daba a sus discípulos en su primera epístola:
“Hijitos, les escribo para que primeramente no pequen, para que traten de mantenerse limpios. Pero, en segundo lugar, si llegan a verse alguna manchita, lávense de inmediato, recuerden que tenemos como defensor a Jesucristo, para que nos dé una buena lavada. Así que no me vengan con el cuentico de que no tienen suciedad. Ya no se engañen ni le digan mentiroso a Dios, porque Dios dice que sí tienen manchas”.
¿Te gustaría darte una buena lavada espiritual en este momento?
No hay mancha que se resista al poder limpiador de Cristo.
Pas. Cristian E. Pérez
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